El frío y la soledad que caracterizan un domingo por la noche desaparecen al entrar a las estaciones de TransMilenio.
Son las 9:15 de la noche, se pensaría que el sistema masivo que habilita 40 rutas a lo largo del día, se movería con tranquilidad y que dentro de sus buses habría espacio, tal cual como se comporta la ciudad en las últimas horas del fin de semana. Sin embargo, al llegar a la estación El Tiempo-Maloka y emprender el viaje hacia el Portal del Norte, el panorama es otro.
La primera sorpresa es que mínimo habrá que hacer tres transbordos para arribar a la calle 170.
Unas diez personas esperan la ruta J6. Al llegar el bus, sin sillas vacías y poco espacio en los pasillos, hay caras de cansancio, mal genio e incluso de rezagos de guayabo y hedor a alcohol.
El primer transbordo se hace en la estación Salitre El Greco; es necesario tomar la ruta L97. En su interior, un hombre habla. No se le entiende nada de lo que quiere decir y su aspecto descuidado y el mal olor que emana evidencian que se trata de un habitante de la calle. Es una de las 640.000 personas que se movilizan en TransMilenio los domingos.
La mayoría se aleja de donde el hombre se estaciona a soltar su retahíla de palabras enredadas, pero causa desconcierto que el personaje no pide dinero ni ayudas.
Cinco estaciones más adelante, abandona el bus, dejando a más de uno con la paranoia alborotada.
Es la parada de la calle 22, en la Caracas, entre los negocios El Castillo y La Piscina (zona de tolerancia). Allí hay que esperar cualquier Ruta Fácil que desemboque en la estación Calle 76.
Son casi las 10 de la noche y finalmente se avecina el servicio D3, hay que hacer 10 paradas, para tomar un bus que vaya hasta el norte.
Al subir al articulado, una silla vacía brilla en el último vagón y más de un desprevenido corre hasta ella. Notan que su soledad se debe a que en el asiento contiguo duerme un habitante de la calle que evidentemente no se asea o cambia de ropa hace un buen tiempo.
El único lugar con espacio es el ‘acordeón’. Al caminar hacia él, suena un rap que cuatro muchachos con pantalones anchos, gorras y camisetas largas corean entre carcajadas. Todo el que llega hasta ellos los observaba de pies a cabeza y rápidamente cruza, ahora siendo observado por ellos.
En Profamilia (calle 32), otro habitante de la calle entra al bus y pese a que esta vez sí se entiende qué dice, nada tiene sentido. Camina de lado a lado diciendo palabras incongruentes y tres estaciones más adelante abandona el viaje.
Se acerca –por fin– la Calle 76; la travesía parece que va a terminar. En el costado norte del paradero, un equipo de fútbol de adolescentes se suma a quienes aguardan por la ruta B92.
De repente, se escuchan gritos y amenazas, “¿qué quiere, que lo casque? ¡No se haga levantar!”. Los aspirantes a futbolistas juegan entre sí, se empujan, insultan y ríen, después de todo. Esta situación que coge desprevenido a más de uno hace que salten al otro costado.
Pasan quince minutos y el bus no llega. Entre tanto, uno de los jóvenes cede ante sus riñones, salta de la estación, atraviesa la calle, orina la pared de un almacén de cadena y con la complicidad de su equipo vuelve a entrar a la estación por una de sus puertas laterales.
Llega el B92, parece que el centro del articulado es la mejor opción para viajar, pero extrañamente nadie se acerca. Increíblemente, resulta que debajo de las sillas altas, que dan la espalda al ‘acordeón’, hay otro habitante de la calle durmiendo y ayudándose de una caja de bombones de chocolate para amortiguar su cabeza.
Cuando despierta, la mujer que viaja a su lado se aleja, parece que va a agarrarse de su pierna para ponerse en pie. Su hedor queda impregnado en el bus, o puede que todos los malos olores que también han hecho transbordos en el sistema ya hagan parte del aire de domingo.
Concluye el viaje de hora y media, un viento frío entra por las ventanas, el olor se disipa y poco a poco se desocupan los pasillos, pero las sillas siguen recibiendo una persona tras otra, pues “se venden como pan caliente”.// El Tiempo (COM)
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